viernes, 30 de noviembre de 2007

Rocio Silva: Guau, guau

Un análisis textual de "El síndrome del perro del hortelano".

He dejado pasar un tiempo para referirme al artículo del presidente Alan García sobre los problemas que, según su criterio, no permiten que el Perú salga adelante. Sin embargo, modestamente, quizás pueda aportar algo desde el oficio que ejerzo: la crítica textual.
El artículo, como saben, empieza con una afirmación y sin introducción, como se diría en retórica “in media res”: como si de un tiempo a esta parte el diálogo escritural entre el autor y sus lectores sólo se haya renovado. La afirmación es categórica, sin condicionales que puedan menguar la autoridad que emana de sí misma: “El reclamo por la titulación de la vivienda es muy grande. Cada peruano sabe que con una propiedad vendible […] puede mejorar su situación”. El inicio entonces es una referencia directa a los beneficios de la propiedad privada “con titulación” —formal, legal— como una de las garantías del desarrollo individual de cada peruano. Es una referencia metonímica (la parte por el todo) para luego hablar de la nación como un peruano más “que tiene el mismo problema y no lo sabe”.
Entonces, en un ejercicio de suposiciones, el autor del artículo vincula el problema del Perú a la propiedad privada que no se ejerce, sosteniendo que el camino hacia el desarrollo se concretaría con la “puesta en valor” a través de la entrega en propiedad de los millones de hectáreas “ociosas” que no se trabajan debido a la incomprensión de las comunidades campesinas (que no son sagradas porque el Virrey Toledo “las inventó”) o la cerrazón del viejo comunista o la defensa del invisible “indígena no contactado”. En otras palabras, si Hernando de Soto (y por lo visto Gherzi y Ghibellini) proponen que un capitalista empieza a nacer cuando adquiere formalmente la propiedad, el Perú empezaría su desarrollo mas bien cuando vende la propiedad al capitalista que, finalmente, podría ponerla en valor. Un quiasmo: esa es la figura literaria que invierte la lógica.
El texto, además, está lleno de alegorías. Una obvia es la del título, pero hay a su vez otra poderosa: las tierras ociosas. No tierras infértiles, ni improductivas, ni eriazas: ociosas. Las tierras ociosas están representando a su vez a los dueños de las mismas y esta imagen remite a uno de los mitos del pensamiento hegemónico: los pobres son tales por su propia ociosidad. Los dueños de las tierras ociosas son, a su vez, peruanos ociosos ya sea por voluntad propia o porque no tienen acceso ni a educación ni a tecnología. Otra alegoría es la del “nuevo-viejo” comunista, que sigue viviendo de los remanentes ideológicos del s.XIX pero que ahora se ha trastocado en medioambientalista (¿qué dirán los miembros de la CEE —y sus exigencias de normal ambientales— cuando lean estas líneas?).
El texto construye a un enemigo difuso, pero enemigo de la nación al fin y al cabo. Alguien a quien todos los peruanos debemos de oponernos. ¿Quién es? No son los corruptos, ni los narcotraficantes, ni los burócratas sobornados, ni los malos funcionarios públicos, ni los capitalistas con mentalidad rentista: es el viejo-nuevo comunista, el ambientalista, el que protege al invisible indígena. Ergo, los caviares. He ahí el asunto. ¿Adivinan ahora en quién se inspira esta alegoría del enemigo común?
El autor del artículo ha querido terminarlo con una metáfora extraída de los manuales de exitología: la “puesta en valor” del cerebro de nuestros hijos y alumnos. Se puede poner en valor una huaca, un monumento, un terreno eriazo, pero, ¿un cerebro? El término es, en realidad, educación y formación. Y la mejor manera de comenzar a educar es respetando los presupuestos sin los recortes que el Consejo Nacional de Educación ha denunciado en un comunicado la semana que pasó. ¿Podremos llegar alguna vez al 6% del Presupuesto para Educación aunque no dé réditos políticos?

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