El señor Presidente se ha mostrado eficaz –aunque un tanto repetitivo– en la persecución del perro instalado en la administración pública y descrito con lujo como propiedad “del hortelano”. (Quizás el Presidente adivinó que habrían de subir sus precios el tomate y los rabanitos, la lechuga y las cebollas, el frijol y los pallares, en fin, todo lo que atañe a huertos y hortalizas). El éxito de la campaña antiperro ha creado una cortina que no permite ver con claridad quién es el verdadero enemigo y dónde está realmente el peligro. Me refiero al insigne felino que, astutamente enquistado en empresas públicas, maneja entidades del Estado con las credenciales de haber sido nombrado “despensero”, es decir, dueño de las llaves de la despensa y expedito para acometer dolos, fraudes, desvergüenzas y latrocinios propios de su condición.
Así, mientras el pobre perro no come hortalizas porque no sabe cómo hacerlo, el gato, señor de la despensa, reparte casas y privilegios, créditos y cargos; convierte en “pobres” a los empleados y funcionarios de su distrito; otorga altas dignidades a su chófer y al ama de sus niños y agota los ingeniosos recursos del usufructo. Ocurre que, como su nombre indica, el gato es un felino ladrón y sinvergüenza. Tan inteligente como la rata (o poco menos), conoce todos los artilugios y trapacerías para alcanzar lo que le apetece o le conviene. Es sabido que nadie, jamás, logró domesticar un gato y volverlo dócil, obediente y tierno, ni siquiera cuando se aplican drásticas sanciones quirúrgicas a su infernal apetito reproductor y se lo priva de aptitudes para la sucesión. Ni aún así será un micifuz obediente que respete los códigos humanos, como el ilustre escritor José Durand demostró en su inolvidable “Gatomaquia”. ¿A quién se le ocurrió llenar de gatos la administración pública? ¿Y quién tuvo la audacia o la tontería de entregarles las llaves de la despensa? ¿No se conocía acaso su fatídica condición desvergonzada?
Con indignación muy parecida a la ira santa, el Presidente ha iniciado un apropiado extermino de gatos, aplicándose una justiciera guillotina a los que atraparon dándose un banquete en la despensa del llamado “Banmat” –Banco de Materiales– que algunos niños, muy alarmados, han confundido con “Batman”, creyendo que su héroe sería exterminado por la ira presidencial. Cabe preguntarse cuántos gatos quedarán por guillotinar en la extensa, generosa y prolífica administración pública, que con frecuencia parece privada. Quizás serviría de ejemplo para futuras cacerías la extradición del desvergonzado otorongo de las huestes fujimoristas que, siendo Notario Público en funciones y congresista de la bancada oficial, instaló la inverosímil fábrica de firmas falsas (más o menos, 1’000,000) para alcanzar la re-re-reelección del ciudadano japonés Kenya Fujimori, pero como Presidente del Perú. Los otorongos fujimoristas ¿podrán asimilarse a la categoría de despenseros para próximas cacerías?
Correo, 22/04/2008
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