El apasionado romance entre el presidente y los -grandes- empresarios, en agridulce contraste con lo sucedido en las postrimerías de su primer gobierno, no es desfavorable en sí mismo. Es como esas familias de millonarios que, sin hacerlo explícito, inducen entre el hijo de una y la hija de la otra, un amor espontáneo... y conveniente para ambas. Más que un matrimonio, es un joint venture. Ahora ese sentimiento ha retornado con fuerza y ambos parecen estarse dando una segunda oportunidad. La canción de esa pareja -todas tienen una- dice algo así como "inversiones son amores y no buenas razones". Y todo aquel que objete la renovación de esos votos es un envidioso, amargado, portador de ideologías obsoletas, ocioso y acaparador: un perro del hortelano (que ni come ni deja comer a su amo, decía Lope de Vega). El asunto es que en esa categoría no entran solo intelectuales escépticos, sino principalmente trabajadores y campesinos. Así, cuando exhorta a los empresarios a subir los salarios, no lo hace porque sea un acto de justicia o responsabilidad social incrementar los ingresos de los más pobres, habiendo aumentado tanto las ganancias de algunos sectores, sino para evitar que el próximo año "comience nuevamente la ola, la cantaleta permanente o la armazón (sic) de seudosindicatos".
Lo que se le reprocha al presidente no es su vínculo simbiótico o fusional con los poderosos: es que sea en desmedro de los desheredados de la tierra. Este desequilibrio es peligroso para la democracia, es decir para todos. La tarea del presidente y del Estado que jefatura es la de intermediar, no la de estibar -el verbo no es casual- toda la nave a la derecha, porque va a terminar escorando y naufragando. Esto va desde el gasto social en servicios que la nación proporciona de manera históricamente desigual, hasta el propio mensaje que los comportamientos cotidianos del mandatario, en un país tan presidencialista como el nuestro, no cesa de enviar a la sociedad. La fe y el coraje que Alan García invoca en la CADE, están dirigidos únicamente a los grupos de mayor poder económico. La riqueza material es un ingrediente sine qua non del desarrollo, sin duda. Pero no basta con la fe de los ricos, quienes creerán en el Perú mientras les asegure un retorno interesante de sus colocaciones. Cuando esto deje de ocurrir, esa fe adorable será blasfemada por el destino: los capitales migrarán, para lo cual nunca hay problema de visas.
Si las mayorías no se sienten queridas con el mismo amor que el presidente no cesa de declararle a los ricos y famosos, lo cual incluye obras de infraestructura que mejoren la calidad de los servicios básicos, como no cesa de repetirlo el director de este diario en sus editoriales, pero también otras señales de compromiso con los menos desfavorecidos, entonces nos encontraremos con que el optimismo irá a un lado de la balanza, pero el pesimismo del otro será fatalmente más pesado. Estas señales consisten en acciones eficientes de salud, educación, seguridad, justicia, etcétera, claro está. Sin embargo, es menester recordar la importancia del discurso del jefe de Estado. El alborozo con que lo reciben los más pudientes debería ser una advertencia. El estadista sabe que debe haber una cuota de frustración y esfuerzo equitativamente repartida, como los padres saben que no deben concentrar sus esfuerzos en sus hijos más exitosos o bellos. A menudo es preciso hacer lo contrario, más bien. Amar no es un delito, pero los vínculos fusionales -excluyentes por definición- suelen terminar mal.
Perú 21, 02/12/2007
lunes, 3 de diciembre de 2007
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